Verónicas en el centro del ruedo que casi fueron delantales.
Navarras y tafalleras. Se lo dejó crudo en el caballo y, de nuevo, en la boca de riego,
Marco Pérez lo citó por la espalda en un inicio de faena trepidante de la que se había contagiado los tendidos.
Torero, toro y público andaban acelerados por el inminente triunfo. No se dejó nada el salmantino. El astado arrastra el hocico y los muletazos surgen ligados, uno tras otro. Ahora una
arrucina, ahora
un remate afarolado. Al natural el toro y la faena dicen menos. Vuelta a la diestra. Cuando ya parece estar todo consumado, a
rroja el estoque y comienza una serie alternando ambas manos. El pinchazo precede una buena estocada, y el usía -por analogía en lo que ya había sucedido anteriormente- le niega la segunda.
Bien otra vez; no tanto el matador que, seguramente, fruto de su juventud se contagió del momento, e hizo gestos al palco
mendigando la segunda. El cuarto
fue un trámite. Ni bien ni mal ni todo lo contrario. Sin emoción que es lo que mata el toreo. Y eso que
Emilio se ciñó por chiquelinas de manos bajas. Y firmó un trasteo aparente.
Los dos pinchazos hicieron el resto. El extremeño finiquitaba su
vigésimo toro en tres temporadas en Valladolid y, creo [no lo confirmo] que por vez primera abandonaba a pie, y no en hombros, el coso de Zorrilla.

EL DECLIVE
El quinto confirmó el
declive de la tarde. Corrieron turno para darle más tiempo al peruano, que se rehacía en la enfermería. De toriles aparecía
un toro profundo y serio que, a las primeras de cambio, demostró estar en
la ligera línea que separa la imvalidez de la escasez de fuerza. Aguantó la bronca el presidente que no lo devolvió. El público se lo recriminó sonoramente.
Y para colmo, en el primer muletazo
el toro se derrumbó y se partió la vaina del pitón derecho.
A toro flaco... Marco Pérez, en su estreno en Valladolid, dejó su tarjeta de presentación, pero
no pudo dar el aldabonazo pretendido en una tarde de mucha expectación que, a juzgar por su cara, en este caso sí fue de
decepción. Mientras tanto esperaba
Andrés Roca Rey en el portón que
antecede a la Puerta Grande, sabía que estaba medio descerrojada pero le faltaba un último empujón. Dejó sonar la ovación para el salmantino y la bronca para el presidente e hizo su
aparición en el callejón. Los tendidos se fueron animando y premiaron al peruano con un cálido recibimiento
El
caldo de cultivo era el adecuado para un
taco de los gordos: Al gesto torero de salir otra vez al ruedo, muy mermado, se le sumaba el cabreo del público que veían en este sexto [que en realidad era el quinto]
la única tabla de salvación para evitar la decepción. Y de repente salió un tío.
Serio, muy serio, cuajado y con un pitón izquierdo que apuntaba al firmamento. Pero, desgraciadamente,
el milagro no sucedió. Porque
Treinta y Siete que así se llamaba tenía
su guasa y un peligro sordo que quizá no se apreció en los tendidos. Roca, que hacía un esfuerzo por mantenerse en pie,
tragó de lo lindo y aunque la batalla no tuvo tintes épicos, fue de esos toros que no gustan a las figuras, bueno ni a casi nadie.
Un topetazo pudo acabar en tragedia. Aguantó el peruano
un toro agresivo que buscaba el carné y también sus tobillos. Había que mirar a la tablilla para comprobar que no se había soltado por error uno de los
victorinos de este sábado.
Pinchó el peruano y cualquier atisbo de triunfo hacía agua. Bastante que
Andrés salió por su propio pie, rodeado de chavalería, en una corrida de
Garcigrande que tardará en olvidar. Fue derivado al hospital para examinarle de la posible lesión en las costillas.
Expectación, mucha;
decepción, también; pero la
emoción permitió que no fuera una corrida más, al menos para el aficionado.

FOTO: TAUROEMOCIÓN