El poder del pensamiento crítico

Último artículo del año de Juan González-Posada para su sección 'Mientras el aire es nuestro'

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El poder del pensamiento crítico
El autor esJuan González-Posada
Juan González-Posada
Lectura estimada: 4 min.

El Círculo de Viena surgió en la década de 1920 como un grupo de filósofos, científicos y matemáticos comprometidos con depurar el pensamiento, clarificar el lenguaje y establecer criterios de evidencia rigurosos. Su objetivo era construir una filosofía que conectara la lógica con la vida pública y la ciencia con la ciudadanía. Viena, en ese momento, era una ciudad muy rica culturalmente, pero con una aguda polarización política, como consecuencia de la crisis económica tras la Primera Guerra Mundial y del crecimiento del nacionalismo y el antisemitismo. En este contexto, el pensamiento crítico y racional se convirtió en un acto subversivo, capaz de incomodar a quienes buscaban autoridad absoluta.

El asesinato de Moritz Schlick en 1936, reconstruido por David Edmonds con precisión casi forense en 'El asesinato del profesor Schlick', no es solo un crimen político: es la metáfora de un conflicto más profundo entre la razón y las fuerzas que, en tiempos de crisis, tratan de anularla. Schlick, fundador del Círculo de Viena, representaba la aspiración a una filosofía que limpiara el lenguaje, sometiera las afirmaciones públicas a criterios de verificación y colocara la claridad intelectual en el centro de la vida democrática. Su muerte, interpretada por sectores filonazis como un acto "patriótico", reveló hasta qué punto el pensamiento crítico puede convertirse en objetivo cuando la irracionalidad gana terreno.

No era un grupo homogéneo ni un laboratorio académico aislado. Era una comunidad plural y de enorme densidad intelectual. Entre sus miembros sobresalían Rudolf Carnap, símbolo de la precisión lógica; Otto Neurath, para quien el conocimiento era una empresa cooperativa sostenida por la sociedad; Philipp Frank, que vinculó ciencia y democracia; y Kurt Gödel, cuyo genio matemático mostró los límites de toda certeza.

Mencionarlos, aunque sea brevemente, permite comprender la ambición de un proyecto que buscaba elevar los estándares del pensamiento público. Incluso figuras externas, como Albert Einstein y Sigmund Freud, compartieron el mismo clima intelectual y defendieron la libertad de pensamiento como condición de toda sociedad civilizada. Estas referencias refuerzan la importancia histórica y moral del grupo y explican por qué su defensa de la razón fue percibida como amenaza por los autoritarios, que preferían, como ahora, la opinión impulsiva, la retórica emocional y el desprecio por la evidencia.

El final del Círculo fue consecuencia de las lógicas tensiones internas de su propio positivismo, sino del clima político que lo rodeaba: polarización social, descrédito de las instituciones republicanas y un ambiente donde el pensamiento abstracto era caricaturizado como amenaza cultural. La violencia que culminó en el asesinato de Schlick fue posible porque previamente se había erosionado la legitimidad pública de la razón. Como señalaron Arendt y Popper, los autoritarismos empiezan desactivando la capacidad de pensar en común; solo más tarde destruyen las instituciones que pueden sostener ese pensamiento.

Esta historia adquiere una inquietante actualidad. Aunque hoy los autoritarismos se expresen con un lenguaje más tecnológico que paramilitar, reproducen patrones ya conocidos: desinformación sistemática, desprestigio de expertos y periodistas, emocionalización del debate público, culto a la intuición política y un relato identitario que convierte la discrepancia en amenaza. Jason Stanley y Timothy Snyder han descrito estas dinámicas como la antesala de la erosión democrática: cuando la emoción sustituye al argumento, la política deja de ser deliberación y se convierte en manipulación.

De este paralelismo histórico surgen varias lecciones urgentes. La primera es proteger los espacios institucionales donde el pensamiento pueda desarrollarse sin coacción: universidades autónomas, prensa independiente, organismos científicos blindados ante presiones partidistas. La segunda es revalorizar la evidencia como criterio de verdad pública, reforzando auditorías, transparencia y mecanismos para penalizar la falsedad. La tercera consiste en desnormalizar la violencia simbólica, ese lenguaje que convierte en enemigos a quienes piensan, investigan o discrepan.

La cuarta es fortalecer la educación crítica desde la infancia, para que las generaciones futuras sepan discernir entre prueba y propaganda. Y la quinta, quizá la más ambiciosa, es reconstruir alianzas cívicas amplias que sostengan el pluralismo democrático: la razón pública, como ya advirtió Neurath, es un barco que solo se mantiene a flote si todos participan en su reparación continua.

David Edmonds muestra en el libro algo esencial: que las ideas tienen un peso real en la historia, que pueden construir espacios de libertad o convertirse en amenazas para los que buscan domesticar la sociedad. En ese sentido, el asesinato de Schlick es más que un episodio trágico. Es una advertencia de que el pensamiento crítico, cuando cumple su función, incomoda; y que las democracias solo se sostienen si esa incomodidad es protegida frente a quienes buscan silenciarla.

Por eso, recordar al Círculo de Viena no es un ejercicio académico, sino un gesto político. Su legado nos recuerda que la claridad y el rigor no son caprichos de especialistas, sino defensas indispensables contra la deriva autoritaria. El autoritarismo teme al pensamiento porque el pensamiento revela lo que el poder preferiría ocultar: la complejidad del mundo, la fragilidad de las certezas fáciles y la responsabilidad de sostener colectivamente la verdad. Proteger y ayudar a desarrollar el pensamiento crítico, hoy, es proteger la posibilidad misma de la democracia.

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