El avance de la guerra cultural
La guerra cultural no es un concepto académico ni un fenómeno del pasado: influye hoy de forma directa en la vida cotidiana y condiciona la calidad misma de la democracia. Se manifiesta en libros retirados de bibliotecas, exposiciones cuestionadas por campañas organizadas, debates académicos interrumpidos por linchamientos digitales o programas culturales atacados por representar determinadas identidades. Nada de esto es anecdótico. Cada uno de estos conflictos, y muchos más, termina moldeando lo que pensamos, cómo debatimos y hasta qué punto nos atrevemos a hablar.
El sociólogo e historiador cultural James Davison Hunter formuló y sistematizó este fenómeno en "Culture Wars" (1991), describiéndolo como una polarización moral profunda entre visiones irreconciliables que desplazan el conflicto político hacia valores, identidades y legitimidad moral. Aunque el término remite al Kulturkampf alemán del siglo XIX y dialoga con la idea gramsciana de hegemonía cultural, su relevancia actual radica en algo muy concreto: la cultura ha pasado a convertirse en un campo de confrontación estratégica, capaz de erosionar consensos democráticos, movilizar emociones primarias, simplificar ideologías complejas y señalar enemigos internos.

Conviene decirlo con claridad: la guerra cultural no surge de manera espontánea. Es inducida, amplificada y explotada deliberadamente por actores políticos, mediáticos y digitales, que convierten cada símbolo, cada palabra y cada gesto cultural en un conflicto permanente. Como afirmaba Andrew Breitbart, figura central de la derecha mediática estadounidense, "la política es río abajo de la cultura". La frase no es una consigna inocente, sino una advertencia: quien controla los relatos culturales condiciona el debate político mucho antes de que llegue a las urnas.
La digitalización y las redes sociales han acelerado este proceso. La sobreinformación, la emocionalización del debate y las llamadas "cámaras de eco" han debilitado los espacios compartidos de deliberación. Los debates complejos se diluyen, el matiz desaparece y la cultura se convierte en espectáculo, escándalo o arma arrojadiza. En este contexto, no actuar tampoco es una posición, y no precisamente neutral.
El filósofo francés Bernard Stiegler, especialista en cultura y tecnología, advertía que "la banalización cultural destruye el pensamiento crítico y convierte la experiencia cultural en espectáculo". Cuando las instituciones no legislan ni actúan de forma proactiva, cuando abandonan la vida cultural —bibliotecas, museos o centros culturales— a la lógica del conflicto o del abandono, dejan a la ciudadanía sin espacios donde pensar, debatir y formar criterio. La ley y la acción política no son opcionales: son instrumentos imprescindibles para proteger la democracia frente a la polarización cultural.
Pero la guerra cultural no solo opera mediante ataques visibles. Produce un efecto más silencioso y corrosivo: la autocensura. En muchas instituciones culturales, públicas y privadas, se evita programar contenidos o abrir debates no por razones artísticas o cívicas, sino por temor a la polémica, al señalamiento mediático o al conflicto político. No hace falta una prohibición explícita: basta la anticipación del conflicto para que opere el silencio. El resultado es un empobrecimiento progresivo de la vida cultural y una ciudadanía acostumbrada a no incomodar.
Por eso, la cultura no puede ocupar un lugar decorativo ni supuestamente neutral en la agenda pública. Debe ser entendida como un espacio de mediación democrática, capaz de sostener la pluralidad sin caer en la lógica del enfrentamiento. La filósofa Nancy Fraser, recuerda que "la democracia necesita esferas públicas capaces de acoger la pluralidad de opiniones". Sin esos espacios comunes, la polarización termina imponiéndose como única forma de relación política.

En este marco, el papel de los funcionarios y profesionales culturales es decisivo. No son meros gestores administrativos: son custodios de la democracia en lo cotidiano. Desde una escuela, un museo, una biblioteca o un centro cultural, su trabajo garantiza el acceso igualitario, la pluralidad de voces y el uso responsable de los espacios públicos. Pero conviene evitar cualquier ingenuidad: la autonomía institucional no es un valor en sí mismo si no va acompañada de responsabilidad ética y competencia profesional. La autonomía sin ética puede derivar en arbitrariedad; la ética sin autonomía, en impotencia.
El sociólogo Pierre Bourdieu, referente central de la teoría social contemporánea, defendía la independencia de las instituciones culturales como condición para cuestionar los límites del pensamiento dominante. Tenía razón, pero esa independencia solo cumple su función democrática cuando quienes la ejercen son conscientes de su responsabilidad pública. De lo contrario, incluso instituciones formalmente autónomas pueden convertirse en espacios cerrados, dogmáticos o instrumentalizados.
Más allá de su estructura institucional, los espacios culturales deben funcionar como refugios de deliberación frente a la desinformación, el miedo y la simplificación ideológica. La cultura no es solo producción simbólica: es también educación cívica, formación ética y aprendizaje democrático. La filósofa Martha Nussbaum, especializada en ética y educación, recuerda que las sociedades que cultivan la razón y la empatía son menos vulnerables a la manipulación y al miedo. Allí donde hay pensamiento crítico, la guerra cultural pierde eficacia y alcance.
No actuar frente a la guerra cultural no es una forma de prudencia: es una forma de renuncia. Cada espacio público descuidado, cada iniciativa cultural abandonada y cada silencio institucional deja un vacío que otros llenan con narrativas excluyentes y polarizadoras. Por eso, las ciudades deben legislar, proteger la autonomía responsable de sus instituciones culturales, fomentar el diálogo y garantizar la pluralidad de voces. Que estos días navideños nos recuerden también que cada espacio cultural y cada acto de participación ciudadana son oportunidades concretas para sostener la convivencia, la pluralidad y la democracia, pilares frágiles pero irrenunciables de nuestra vida colectiva..








