FMC: de la vocación pública al trámite

Nueva entrega del serial de opinión 'Mientras el aire es nuestro'

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FMC: de la vocación pública al trámite
Teatro Calderón de Valladolid.
El autor esJuan González-Posada
Juan González-Posada
Lectura estimada: 4 min.

Durante los años que siguieron a la restauración democrática en España, las políticas culturales locales adquirieron un valor simbólico y estratégico excepcional. Por primera vez, los ayuntamientos democráticos asumieron que la cultura debía dejar de ser un privilegio reservado a las élites y convertirse en un derecho ciudadano. En ese contexto de refundación institucional, surgieron iniciativas de gran alcance, como la Fundación Municipal de Cultura (FMC) del Ayuntamiento de Valladolid, creada a comienzos de los años ochenta. Su nacimiento no fue un gesto administrativo más, sino una afirmación de principios: se trataba de dotar a la ciudad de una estructura estable y pública para desarrollar políticas culturales con vocación transformadora.

La FMC fue uno de los grandes logros de aquella primera generación de responsables municipales que entendieron que la cultura debía tener un lugar central en la vida ciudadana. Se creó desde cero un servicio que no existía bajo la dictadura, se diseñaron planes culturales con perspectiva territorial, se analizaron necesidades reales de la población y se comenzó a tejer una relación sostenida entre el Ayuntamiento y la ciudadanía a través de bibliotecas, centros cívicos, actividades artísticas y educativas, apoyo a la creación y programación cultural en los barrios. En pocos años, la Fundación consiguió algo que solo las políticas públicas bien orientadas pueden lograr: convertir la cultura en una costumbre social compartida.

Durante décadas, esta institución mantuvo una actividad sólida, con proyectos estables y una interlocución constante con agentes culturales, asociaciones vecinales, centros educativos y creadores. Su equipo técnico estuvo formado por profesionales cualificados que comprendían la dimensión social, pedagógica y política de la cultura. Lejos de entenderla como consumo o entretenimiento, defendían una idea exigente y transformadora: la cultura como espacio de pensamiento crítico, memoria activa y cohesión comunitaria. Este enfoque es coherente con lo que el sociólogo Pierre Bourdieu definió como el papel de las instituciones culturales públicas: "Estructuras que no solo distribuyen recursos, sino que producen formas de reconocimiento simbólico fundamentales para la ciudadanía".

En los últimos años, sin embargo, este modelo ha entrado en un proceso de deterioro profundo y de agotamiento institucional. Uno de los factores más determinantes ha sido el cambio en la actitud de los responsables políticos hacia la cultura: una actitud crecientemente superficial, instrumental y, en demasiadas ocasiones, desprovista de cualquier voluntad de construir un verdadero proyecto cultural de ciudad. En lugar de una política cultural sostenida en el tiempo, se ha impuesto una gestión basada en la ocurrencia, el cortoplacismo y la subordinación a intereses partidistas.

Este giro no se limita a errores de gestión o decisiones cuestionables. Lo más grave es la desactivación del sentido público de la cultura. Se ha producido un debilitamiento estructural de las instituciones culturales, alimentado por una triple deriva: la pérdida de capacidad y criterio de muchos técnicos, la marginación del conocimiento profesional y la progresiva colonización de estos espacios por la lógica partidista. El reciente nombramiento de un gerente sin experiencia acreditada, próximo políticamente a la actual concejala de Cultura, no es un caso aislado, sino la confirmación de una tendencia general. En otros ayuntamientos donde Vox ha asumido competencias culturales, esta lógica ha derivado en censura, exclusión de proyectos incómodos, desmantelamiento de redes culturales consolidadas y una vuelta a ideas ñoñas y obsoletas. Como advierte la investigadora Marga Carnicé"la desprofesionalización de la política cultural no solo empobrece la oferta: rompe los equilibrios que hacían posible la legitimidad de las instituciones culturales".

Esta situación no afecta solo a Valladolid, ni puede atribuirse a un único color político. La crisis de los servicios culturales públicos responde a una renuncia transversal que ha afectado a gobiernos de distintos signos. Se ha vaciado progresivamente de contenido el término 'cultura pública', sustituyendo la planificación por la improvisación y la visión de ciudad por un calendario de eventos. En muchos casos, lo que se exhibe como dinamismo cultural no es sino una acumulación desordenada de actos, sin proyecto ni memoria.

Las consecuencias son visibles, pero también acumulativas. Se pierden redes de colaboración, se debilitan vínculos comunitarios, se desactiva el saber institucional acumulado y se rompe la continuidad que da sentido a las políticas públicas. Ya no basta con ocupar programaciones: lo que está en juego es la función democrática de la cultura. Cuando se devalúa esa función, la cultura deja de interpelar, de formar ciudadanía, de generar pensamiento. Se convierte en un trámite.

El caso de la Fundación Municipal de Cultura de Valladolid es paradigmático. Su historia fue durante años un ejemplo de cómo una ciudad podía invertir en creación, pensamiento y vínculo social. Hoy, sin embargo, su situación refleja una tendencia más amplia: el debilitamiento del compromiso político con la cultura como bien común. Revertir esta situación requiere más que presupuesto: exige una voluntad clara de devolver sentido y legitimidad a las instituciones culturales públicas. Como advirtió Nuccio Ordine, "quien reduce la cultura a una supuesta rentabilidad contribuye al empobrecimiento moral e intelectual de la sociedad". Por eso, recuperar el sentido público de la cultura exige una reapropiación ciudadana de sus instituciones. No basta con denunciar su debilitamiento: hay que reivindicar el legado de quienes las construyeron con responsabilidad y vocación de servicio. Defender estas instituciones no es una cuestión estética ni nostálgica: es una responsabilidad democrática.

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