¿Qué hacen las ciudades en estos tiempos de Bannon?

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¿Qué hacen las ciudades en estos tiempos de Bannon?
El autor esJuan González-Posada
Juan González-Posada
Lectura estimada: 3 min.

Lo que hoy se extiende en distintas democracias del mundo no es una simple alternancia dentro del juego político, sino una ofensiva estructurada para vaciar de contenido real el Estado democrático desde sus propias estructuras. Bajo la apariencia de reformas legítimas, actores como Steve Bannon -estratega político estadounidense y exasesor de Donald Trump, ideólogo clave del nacionalismo populista contemporáneo- y organizaciones como la Heritage Foundation -un influyente think tank ultraconservador fundado en 1973, que articula políticas públicas desde una visión antiliberal y reaccionaria- promueven una agenda orientada a desmantelar los mecanismos que garantizan el pluralismo, la profesionalidad administrativa y los contrapesos institucionales. No buscan abolir la democracia formal, sino transformarla en una maquinaria obediente, sin capacidad para moderar, deliberar ni proteger derechos.

Esta estrategia no recurre al colapso abrupto ni a la violencia. Su eficacia reside en una ocupación progresiva del aparato estatal, meticulosa y legal. El Project 2025, elaborado por la Heritage Foundation, plantea con precisión cómo reemplazar funcionarios públicos por perfiles ideológicamente leales, concentrar el poder ejecutivo, reformular el sistema educativo, condicionar las políticas públicas y moldear el poder judicial según una visión única de nación y orden. Esta arquitectura política tecnificada, que avanza bajo una apariencia de normalidad, busca precisamente eso: que lo inaceptable parezca parte del paisaje democrático.

Frente a esta amenaza, no basta confiar en una ciudadanía activa ni en la mera resistencia cultural. La participación democrática se encuentra debilitada por la polarización, el desencanto y la manipulación del malestar. Por eso, la responsabilidad recae con especial peso en quienes ejercen el poder democrático: legisladores, gobernantes, gestores públicos. No se trata solo de ganar elecciones, sino de preservar las condiciones estructurales del Estado democrático, ampliándolo, abriéndolo a nuevas formas de representación y haciéndolo más resistente a la captura ideológica.

El ámbito judicial representa uno de los frentes más delicados. En muchas democracias, los órganos encargados de garantizar el equilibrio constitucional se alinean con visiones excluyentes o conservadoras. No se trata de cuestionar su legitimidad, sino de reconocer que cuando los órganos de control pierden pluralidad, la democracia se debilita desde el núcleo. Asegurar su independencia y transparencia no es una concesión política, sino una condición imprescindible del orden constitucional.

Este debilitamiento se despliega también en niveles más invisibles, como las ciudades medias: lugares donde la densidad institucional es menor, la prensa local es frágil y las estructuras de control son porosas. Allí se ensayan fórmulas de desmantelamiento más rápidas y menos fiscalizadas: se reemplazan técnicos por leales, se neutraliza el conflicto, se homogeneizan los relatos públicos. La regresión institucional comienza por estos márgenes, y su impacto es profundo porque altera el modo cotidiano de vivir lo público. Por eso, proteger las instituciones locales, dotarlas de profesionalidad y blindar su autonomía es una prioridad política, no una tarea menor.

La cultura, aunque no pueda asumir en solitario esta defensa, cumple un papel crucial como reserva simbólica y como espacio de imaginación democrática. No basta con invocar valores: hace falta darles forma política, jurídica y administrativa. Sin embargo, la cultura puede preservar el pluralismo expresivo, sostener la memoria crítica y ampliar los lenguajes posibles del nosotros, en un tiempo donde el miedo tiende a simplificar y a excluir. Como señaló el constitucionalista Mark Tushnet, "los populismos autoritarios no necesitan violar la ley; solo necesitan ocuparla". Eso es lo que está en juego: no solo el contenido de la democracia, sino su forma operativa.

Frente a ello, las fuerzas democráticas deben actuar no con retórica, sino con decisiones estructurales: blindar el servicio público, garantizar el acceso igualitario, profesionalizar las administraciones, reforzar los mecanismos de fiscalización y defender la autonomía de las instituciones intermedias. No se trata solo de evitar la degradación, sino de reconstruir una cultura institucional resistente, viva y plural.

El futuro democrático no se juega únicamente en los parlamentos ni en los grandes debates nacionales. Se decide en cómo se nombra, se gestiona, se protege y se cuida a quienes sostienen con su trabajo diario lo público. La regresión autoritaria no avanza con un golpe visible, sino mediante la suma de renuncias graduales y decisiones estratégicas. Por eso, más que nunca, es hora de reformar, proteger y actuar. Si quienes creen en la democracia no lo hacen con convicción, serán otros —más disciplinados y organizados— quienes definan el destino de nuestras instituciones.

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