Valladolid, cuando la cultura era ambición
El deterioro de la vida cultural en muchas ciudades no ha sido repentino, sino el resultado de una erosión sostenida, legitimada desde dentro. Bajo discursos como el de la accesibilidad o la neutralidad institucional, se ha sustituido el criterio por la complacencia, la profundidad por la repetición, y el sentido público por la autovalidación de quienes programan. La ciudadanía ha dejado de concebirse como sujeto cultural y se la trata como una audiencia pasiva, como una masa a gestionar. Esta deriva responde a decisiones concretas: responsables políticos centrados en justificar su agenda más que en abrir horizontes, y programadores y técnicos más pendientes de su posición que del bien común. La cultura se ha convertido en un espejo para sus gestores, no en un lenguaje con el que la sociedad se piense a sí misma.
Este empobrecimiento no es solo estético, sino estructural. Supone una renuncia al papel de la cultura como herramienta de pensamiento, como espacio de formación ciudadana, como dimensión ética del proyecto urbano. Y lo más preocupante es que esta pérdida se ha asumido con normalidad: sin crítica, sin rendición de cuentas, sin memoria. En ciudades como Valladolid, donde existió una programación valiente y reconocida nacional e internacionalmente, la comparación no es nostálgica; es reveladora. Donde hubo riesgo, hoy hay trámite. Donde hubo voluntad de formar, hay automatismo. Donde hubo deseo de transformación, hoy hay rutina.
La comparación con décadas anteriores no es gratuita. En los años ochenta y noventa del siglo XX, y en la primera década del XXI, Valladolid vivió un proceso de modernización cultural profundo y sostenido. La ciudad se abrió a la escena internacional con una Muestra Internacional de Teatro que atrajo a compañías de primer nivel, conectando al público local con nuevas formas de creación escénica. No era solo una cita artística: era una declaración de que la cultura podía ser también exploración, contacto con lo desconocido. Por sus escenarios pasaron artistas como Laurie Anderson, Edith Clever, Karole Armitage, Jon Hassell, Michael Clark, John Lurie, John Jesurun, Anne Teresa de Keersmaeker o Mabou Mines.
Ese impulso institucional dialogaba con iniciativas independientes que enriquecían el tejido cultural de la ciudad. La Casa Revilla, gestionada desde lo público, era un verdadero centro de pensamiento. Allí no solo se organizaban lecturas o presentaciones, sino encuentros donde la conversación tenía densidad pública. Pasaron por sus salas figuras como Carmen Martín Gaite, Francisco Ayala, Sánchez Ferlosio, Aranguren, Jiménez Lozano, José-Carlos Mainer, Javier Marías, Francisco Rico, Muñoz Molina, Amelia Valcárcel, Christian Salmon... Eran tiempos en que una ciudad media se sentía parte del debate cultural del país. La política cultural municipal sabía que la visibilidad no bastaba: hacía falta conversación con lo mejor del pensamiento contemporáneo.
De ese ambiente surgieron propuestas públicas como 'Un golpe de dados', que dio lugar a la editorial 'Un Ángel Más', con publicaciones de poesía, ensayo y narrativa elaboradas con un cuidado que trascendía lo local. La cultura no dependía solo de recursos públicos, sino de una red de personas comprometidas —creadores, editores, libreros, críticos, gestores— que entendían su trabajo como intervención en la ciudad. No fue fruto de la inercia, sino del encuentro entre decisiones políticas valientes y un compromiso ciudadano real con la calidad, la libertad intelectual y la creación. La cultura en Valladolid no era solo lo que se programaba: era lo que se vivía, se editaba, se leía, se veía, se defendía.
A esa constelación se sumaba el papel clave del Teatro Calderón, con una programación internacional ambiciosa y formativa. No se limitaba a acoger nombres del circuito nacional, sino que establecía un diálogo con las escenas europeas más innovadoras. Por su escenario pasaron dramaturgias de vanguardia, propuestas que desafiaban la comodidad estética del público. Aquella programación era, en sí misma, una política cultural: acercar a Valladolid las formas vivas del teatro europeo, formar públicos, defender una idea del teatro como experiencia intelectual. La retirada de esa apuesta, sin alternativa equivalente, dejó un vacío que la rutina o el espectáculo no han podido llenar.
Se organizaban homenajes que eran actos de memoria activa: a Jorge Guillén, a Rosa Chacel, a Francisco Pino. Las salas de exposiciones acogían muestras de pintura, fotografía y escultura nacionales e internacionales de alto nivel, con atención a lo contemporáneo, a lo local y a lo universal. Ciclos musicales de calidad, como los de jazz o música clásica, contribuían a una vida cultural plural, exigente. Todo ello generaba más vida, más iniciativas autónomas de colectivos y asociaciones locales. Hoy, casi todo eso ha desaparecido o se ha reducido a la irrelevancia. Y lo que ha venido después —salvo excepciones— no ha estado a la altura. Más que sustitución, ha habido renuncia.
Lo que se ve o se escucha hoy es también el reflejo de las limitaciones de quienes gestionan la vida cultural pública. Políticos y programadores sin sentido de servicio público han convertido las instituciones en espacios cerrados, donde prevalecen intereses propios sobre el bien común. No se trata solo de falta de medios, sino de una pérdida de pasión: una cultura que no se propone descubrir, o ampliar horizontes, se convierte en rutina disfrazada de programación. Mostrar por vagancia e ignorancia solo una parte de lo que existe —lo cómodo, lo conocido, lo afín— no solo limita el panorama cultural: reduce también las posibilidades vitales de quienes lo habitan.
Valladolid, durante aquellos años, proyectó una imagen de ciudad abierta, conectada, con una identidad cultural densa. Hoy, esa densidad parece disuelta en una lógica de eventos sin relato. Mucho hacer, poco sentido. Lo dijo la filósofa Marina Garcés: "La cultura es una pedagogía de la posibilidad". Pero si no hay posibilidad, si todo se agota en el presente, si no hay relato, no hay ciudadanía. Solo consumo.
Por eso sorprende el silencio de tantos que vivieron aquella etapa y hoy asisten —a menudo desde dentro de las instituciones— a su deterioro. ¿Dónde están las voces críticas? ¿Cómo se explica esa pasividad? Pier Paolo Pasolini lo expresó con crudeza: "Hemos perdido el alma y nadie parece querer recuperarla". No se trata de añorar un pasado, sino de constatar una pérdida de ambición, de lenguaje, de exigencia.
La cultura no es un adorno. Es —o debería ser— una forma de participar en el tiempo largo de la humanidad. Una ciudad que cuida su programación cultural no solo ofrece ocio: se inscribe en la cadena de transmisión de lo humano. Da acceso no solo a grandes nombres, sino a grandes preguntas, grandes formas, grandes conflictos. Participar de una buena programación artística —en cualquier disciplina— no es solo asistir: es entrar en la conversación milenaria de la especie consigo misma.
Defender hoy la calidad cultural no es un gesto radical y elitista, sino un acto de responsabilidad pública. Implica exigir a las instituciones algo más que gestión: supone recordar que programar cultura es intervenir en el imaginario colectivo, en la ética común, en la forma misma en que nos entendemos como comunidad.
Porque cuando la cultura pierde calidad, densidad y relato, la ciudad pierde su capacidad de imaginarse a sí misma. Y sin imaginación cívica, como advirtió el sociólogo Richard Sennett, el espacio público se reduce a simple ocupación, no a vida compartida.