Tiempo de desasosiego y de lucidez
Vivimos un tiempo de confusión constante, un tiempo de desasosiego. Los problemas de nuestro entorno no se reducen a la economía o a la política: lo que está en juego es la capacidad de pensar con rigor, evaluar argumentos y actuar con criterio propio. No solo basta con enunciar principios: hace falta sostener la reflexión, la discrepancia responsable y la escucha efectiva en un contexto saturado de información inmediata y confrontaciones mediáticas.
Volver a los grandes pensadores y referentes de nuestro legado cultural no es nostalgia ni un ejercicio académico: es recuperar métodos y criterios que nos permiten analizar los hechos con profundidad y tomar decisiones fundamentadas. Bertrand Russell, filósofo, matemático y premio Nobel de Literatura, señalaba que la autonomía exige disciplina y responsabilidad; pensar por cuenta propia implica asumir consecuencias y sostener criterios propios, incluso cuando la presión externa empuja a actuar por conveniencia o por visibilidad.
Esta exigencia no remite a ideales teóricos. La reflexión rigurosa es práctica: permite interpretar la realidad, priorizar lo relevante y actuar con coherencia. La solidez de una sociedad se mide menos por declaraciones solemnes que por la capacidad de sus miembros de mantener criterios consistentes en la vida cotidiana.
La política evidencia con claridad este desgaste. La acción pública requiere estudio, deliberación y decisiones sostenidas, no gestos inmediatos ni notoriedad. Cuando la política se centra en el espectáculo, la confianza se erosiona y el debate se transforma en enfrentamiento superficial. La conversión del adversario en enemigo y el uso de la mentira calculada desplazan la energía que debería dedicarse a propuestas y soluciones. Recuperar un debate centrado en ideas y resultados es fundamental para restaurar un mínimo de racionalidad en la vida pública. Estos patrones no son solo teóricos; se reflejan en hechos recientes que muestran cómo las tensiones entre discurso y práctica afectan la política nacional e internacional.
Partidos que defienden la igualdad de género se enfrentan a denuncias internas por acoso, poniendo en tensión la coherencia entre su discurso y su práctica. Empresarios sin escrúpulos, comisionistas corruptores, presidentas contaminantes, jueces prevaricadores, patriotas de pacotilla y lenguaje reaccionario a quienes les importa un "carajo" su país, periodistas que rehúsan ser notarios de su tiempo, administradores públicos aferrados al cargo pase lo que pase, empresarios que desconocen su responsabilidad social e instituciones religiosas que guardan silencio ante sus propios delitos. Los ejemplos se acumulan y dibujan un paisaje común: la quiebra del criterio y de la responsabilidad en ámbitos que deberían sostener la vida pública.
De este clima surge también la tentación del repliegue: retirarse, desconfiar o minimizar la exposición. No indica debilidad, sino conciencia de los límites del entorno y saturación frente al exceso de ruido. La retirada momentánea puede ser un signo de lucidez: obliga a revisar los modos de convivir y de dialogar, a usar la palabra con precisión y a sostener criterios propios sin ceder ante la presión de la inmediatez.
La conversación madura —capaz de matizar, escuchar y argumentar sin teatralidad— es escasa, pero decisiva. Permite abordar problemas complejos sin simplificaciones ni estridencias. Esto vale para la vida social, cultural y política: sin intercambio razonado, ninguna comunidad mantiene su cohesión ni puede resolver desafíos estructurales. La deliberación requiere tiempo, atención y compromiso; no puede sustituirse por la visibilidad ni por el aplauso inmediato.
Sostener esta conversación en el ámbito público exige liderazgo y ciudadanía crítica. Los gobernantes deben actuar con criterios estables y no con cálculos de imagen. La ciudadanía, a su vez, debe exigir transparencia, participar y valorar el contenido por encima del espectáculo. Sin esta doble exigencia, las instituciones se vacían y la democracia se degrada. La acción responsable no se limita a resultados inmediatos: se orienta hacia decisiones analizadas, coherentes y capaces de sostener la confianza social.
El humanismo racional que defienden los grandes autores sigue siendo un recurso esencial. No ofrece refugios emocionales, sino métodos para sostener el juicio frente a la presión del corto plazo. Las sociedades que equilibran pluralidad y cohesión, urgencia y deliberación lo logran porque conservan hábitos de reflexión que no dependen del estado de ánimo ni de modas pasajeras. La historia demuestra que la reflexión profunda ha sido la única manera de sostener el tejido social frente a la fragmentación y la presión constante de lo inmediato.
Recuperar el valor de las ideas y de la discusión rigurosa no es un propósito abstracto: es una condición de funcionamiento democrático. Cada decisión meditada, cada conversación seria y cada gesto responsable producen efectos más duraderos que cualquier estrategia basada en impacto inmediato o espectáculo. La deliberación y el juicio autónomo son, en este sentido, instrumentos de resistencia frente a la manipulación, la superficialidad y la presión de los ciclos mediáticos.
Incluso en escenarios tensos es posible mantener expectativas razonables. Las sociedades que preservan un mínimo de análisis crítico encuentran caminos más sólidos que aquellas que se entregan al ruido y la estridencia. La estabilidad del juicio no es evasión ni retirada: es orientación, capacidad de acción y una forma concreta de sostener la libertad frente a las presiones externas. La vigilancia de la razón, la coherencia entre discurso y práctica y la disposición a escuchar son, en última instancia, la base de una vida social y política más sólida.
Sobre esta base, nada de esto será posible sin una renovación honda: ideas que abran horizontes, liderazgos capaces de sostenerlos y prácticas colectivas que devuelvan a la vida pública su sentido y su dignidad. La tarea es ardua, pero no admite aplazamientos.
Lo sensato —y quizá lo necesario— es comenzar ya.








