Cuando los servicios públicos se erosionan

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Cuando los servicios públicos se erosionan
El autor esJuan González-Posada
Juan González-Posada
Lectura estimada: 4 min.

La privatización de los servicios públicos esenciales se ha presentado durante décadas como un mecanismo de modernización inevitable, un tratamiento técnico capaz de aportar eficiencia a estructuras supuestamente rígidas o burocráticas. Sin embargo, la experiencia española e internacional evidencia un patrón persistente: cuando sanidad, educación, cuidados, vivienda, agua o transporte se someten a la lógica del beneficio privado, los costes aumentan, la igualdad se erosiona y la capacidad del Estado para servir al interés general se ve reducida. Como recuerda Antón Losada, profesor e investigador universitario, en "Piratas de lo público" (2021), "lo público no es caro por naturaleza, sino por decisión; lo caro de verdad es renunciar a él". Esta afirmación sintetiza décadas de evidencia que contradicen la retórica privatizadora y alerta sobre la fragilidad del Estado de bienestar frente a la mercantilización de lo común.

Los estudios europeos refuerzan esta perspectiva. Informes del Public Services International Research Unit (PSIRU) muestran que la privatización sanitaria ha deteriorado resultados de salud, debilitado hospitales y residencias, y reducido la capacidad de respuesta ante emergencias en distintos países europeos. Un artículo reciente en The European Journal of Health Economics (2025), que comparó sistemas en 38 países de la OCDE, concluye que no existe evidencia de que la gestión privada supere en eficiencia a la pública. Por su parte, la revisión sistemática EU Hospitals Review (2018), que analizó hospitales en Alemania, Francia, España, Italia, Reino Unido y Portugal, confirmó que los centros públicos son tan eficientes —o más— que los privados y sustancialmente más accesibles y equitativos. En educación, investigaciones como Private vs Public Schooling in Europe (2025) muestran que los centros privados y concertados solo obtienen mejores resultados cuando seleccionan alumnado por nivel socioeconómico, evidenciando que su supuesta "eficiencia" es social y no pedagógica. El PIQUE Project (UE, 2022) documenta efectos similares en vivienda, transporte y servicios sociales: la privatización tiende a aumentar desigualdades y a reducir la calidad y estabilidad de los servicios esenciales.

En España, los efectos de la privatización se manifiestan con claridad en múltiples sectores. Según datos oficiales del Ministerio de Sanidad (2023), el gasto sanitario privado representó aproximadamente el 28,3 % del gasto total, reflejando el peso creciente de lo privado. El Hospital de Torrejón es un ejemplo de cómo la gestión privada puede deteriorar la calidad asistencial y aumentar los costes derivados de intermediarios, desviando recursos que podrían fortalecer la atención pública hacia beneficios empresariales. Las residencias de mayores gestionadas por grandes grupos empresariales demostraron durante la pandemia que los incentivos de rentabilidad pueden prevalecer sobre estándares profesionales básicos. En educación, conflictos mediáticos en centros concertados por selección socioeconómica y segregación de alumnado ilustran cómo la privatización produce inequidad. En vivienda, la externalización de parques públicos a fondos privados ha incrementado precios, reducido la oferta y agravado la vulnerabilidad de hogares con menos recursos.

Este proceso se ha visto facilitado por un factor interno pocas veces reconocido: la falta de modernización sostenida de muchas administraciones públicas, condicionadas por una visión cortoplacista o por indecisión política a la hora de acometer reformas de gestión. Esa inacción ha reforzado la idea —inexacta pero persistente— de que la única modernización posible proviene del sector privado, incluso frente a evidencia contraria. La expansión privatizadora no es, por tanto, un fenómeno inevitable; es resultado de decisiones políticas concretas y de omisiones estratégicas.

El debate central no reside únicamente en la eficiencia, sino en los fines. Cuando un servicio esencial se orienta hacia el beneficio, cambia su propósito: los derechos garantizados se transforman en productos y las desigualdades que la democracia había intentado neutralizar se convierten en criterios de segmentación de mercado. Como señala Paul Starr, sociólogo estadounidense, "la privatización monetiza diferencias que la democracia había tratado de neutralizar". Donde antes había ciudadanía, surge clientela; donde había solidaridad institucional, emergen mecanismos de exclusión. Cada privatización contribuye a la ruptura del contrato social, debilitando la cohesión y los cimientos del Estado de bienestar.

El ecosistema mediático refuerza esta dinámica. Grandes grupos empresariales con intereses directos en la externalización han difundido la percepción de que lo público es ineficiente, mientras silencian sobrecostes y fracasos de la gestión privada. La batalla por la opinión pública legitima políticas privatizadoras incluso cuando vulneran el interés general, naturalizando la desigualdad y normalizando la mercantilización de derechos.

Política y éticamente, la derecha ha impulsado históricamente estos procesos, defendiendo la supremacía del mercado frente a evidencia contraria. Pero tampoco pueden obviarse las responsabilidades de fuerzas progresistas que han cedido ante externalizaciones que debilitaban lo público, en lugar de apostar por modernización interna, profesionalización y mejora sostenida de la gestión. Esta renuncia constituye un acto de irresponsabilidad política de largo alcance. Ciudades como Valladolid han remunicipalizado servicios esenciales como el agua cuando la privatización resultó ineficiente, opaca o económicamente insostenible, confirmando que la alternativa existe y es viable.

El debate, en suma, es político, ético y democrático: ¿queremos un Estado que garantice derechos o un mercado que los fragmente? Los servicios públicos esenciales no son un gasto: son la infraestructura moral, económica y democrática de un país. Privatizarlos es renunciar a esa arquitectura común; defenderlos es preservar la ciudadanía, la igualdad y la democracia efectiva. Como recuerda el filósofo estadounidense Michael Sandel, "cuando los bienes públicos se compran y se venden, dejamos de ser ciudadanos de una comunidad para convertirnos en consumidores de un mercado". Renunciar a lo público constituye un paso más en la destrucción del Estado de bienestar; fortalecerlo es garantizar la continuidad del pacto democrático y la cohesión social. El reto de la ciudadanía es asumir la responsabilidad de exigir derechos, fiscalizar la gestión pública y defender lo común, para que la igualdad y la democracia no sean sustituidas por la lógica del mercado.

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