Entrevista a Nacho Guzmán. Y un día, la música clásica

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Entrevista a Nacho Guzmán. Y un día, la música clásica
El autor esJavier Calles-Hourclé
Javier Calles-Hourclé
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Ocurre una mañana cualquiera, mientras estás estudiando para un examen, entre papeles desparramados por la mesa, libros abiertos y la pava del mate silbando desde la cocina. Ocurre, a caso, durante un vuelo, un largo viaje en colectivo por una ruta anodina, leyendo un libro en casa o trabajando en la oficina en algo extremadamente importante. Ocurre, incluso, al final de un día complicado o de una semana de viernes lejano. Hay un momento de la vida, en suma, en el que se decide comenzar a escuchar música clásica. Estoy seguro de que no le ocurre a todo el mundo, pero me gusta creer que es así para la mayoría. Un momento en el que el rock, el jazz, el pop, el reguetón —especialmente el reguetón— y otros estilos musicales resultan simplemente inapropiados para acompañar una situación o un estado emocional. Un espacio temporal que no puede concebirse sin la atmósfera que sólo los grandes maestros de la música clásica fueron —y son— capaces de crear cada vez que sus pentagramas hacen vibrar el aire.

Una mañana cualquiera, también, te llega el mensaje de un amigo —pongamos que se llama Adrián Cragnolini—, en el que te alerta da la inminente llegada de Nabucodonosor II y su ejército a las murallas de Valladolid. Aunque no hay nada que hacer, el babilonio tiene la batalla ganada antes de comenzar y Valladolid rinde todas las butacas del Teatro Zorrilla a una tarde de ópera. Nabucco de Giuseppe Verdi, a lomos de la Ópera Nacional de Moldavia, con la presencia del barítono venezolano Pedro Carrillo en el rol de Nabucodonosor y la dirección artística de Leonor Gago, toma la plaza.

Pero eso no es todo. El tenor argentino nacido en Córdoba, Ignacio Guzmán, se une al grupo de solistas que invade la ciudad del Pisuerga. Interpreta a Ismaele, el guaperas que lía la de San Quintín enamorando a Fenena y Abigail, las dos hijas del rey babilonio; luego rechaza a Abigail, que, al no disponer de un psicoterapeuta de confianza se lo toma mal y jura venganza; y, finalmente, es declarado traidor por su pueblo al liberar a Fenena, que era rehén de los hebreos —vamos, que no se priva de nada el hombre—. Nacho, en sintonía con Ismaele, lleva cerca de nueve años liándola en los principales teatros de la Argentina, Italia, Moldavia y España, en producciones como Aida, Tosca, Norma, Pagliacci, Nabucco y Carmen, entre otras.

Mientras los últimos acordes brotan entre las manos de los músicos de la orquesta moldava, que remata el ensayo previo al concierto, y la música de Verdi todavía impregna el aire, Nacho me cuenta su historia en una conversación casi en voz baja, con la sencillez y la grandeza de las gentes del interior argentino. Los inicios del cantante florecieron en la voz de un niño al que apodaban "El Cantorcito" en el remoto paraje de El Valle (Traslasierra) bajo techos de paja, la serranía cordobesa por telón y el recuerdo de un padre que amenizaba las sobremesas arrancándole algunas notas a la guitarra. Sus primeros años como cantante los dedicó casi con exclusividad y devoción al folclore argentino: cuecas, gatos y chacareras. Ritmos de la geografía argentina con los que grabó cinco discos en quince años de La huella, el dueto que conformó con su hermano. Inquieto y curioso, comenzó a estudiar con Lucía Sandoval, cantante del Coro de Cámara provincial, quien le encuentra condiciones para la lírica y lo anima a desarrollarlas; pero fue recién gracias a una crisis con el folclore que la música clásica golpeó su puerta. Tras un primer intento con una pieza en alemán, preparada por fonética para una audición, gana una plaza en el coro estable del Teatro San Martín y, por fin, El cantorcito que anhelaba tocar «como Horacio Guaraní» mientras sus amigos "querían ser Slash de Guns N' Roses", descubrió la ópera a los treinta y un años.

Más tarde viajaría a Italia para estudiar en un convento y hacer carrera en Europa, tras radicarse en España con su familia. "Yo pensé que era el folclore y, al final, es la música", reflexiona. "Me he largado a llorar y me he emocionado estudiando ópera, porque la ópera desarrolló lo mismo que el tango en nuestro caso: que es esto de juntar poetas con músicos. A mí me gusta la poesía cantada. Es apasionante. Me gusta llorar, enamorarme, pelear y enojarme en el escenario. El tenor es el galán de la novela, el que llega triunfador de la guerra, el William Wallace, y tengo la suerte de hacer los roles que todo tenor quiere cantar: Turandot, Carmen, Tosca...".

Con más de ciento ochenta años desde su estreno, Nabucco sigue emocionando a espectadores de todo el mundo. "Verdi venía de hacer dos operas en las que no le fue bien, y Nabucco fue un golazo, como el disco de Rosalía que acaba de salir". Durante este mes, realizará veintidós representaciones de Nabucco en España, "y no me canso, es como escuchar un disco que fue exitoso. Además, esta compañía lo ha preparado muy bien y es un lujo como lo hacen". Nabucco es una fiesta para los sentidos, pero el track favorito de los espectadores es sin lugar a dudas Va, pensiero "un super hit de un coro, por el que muchas veces nos piden bis y hay que cantarlo de nuevo".

La carrera de Nacho es un vistazo a las esquinas mágicas de la vida. Esos giros inesperados de guion por los que un cantante de folclore y guitarra criolla acaba maquillándose para interpretar al sobrino del rey de Jerusalén en el Teatro Zorrilla, mientras una larga cola de vallisoletanos se prolonga bajo los soportales de la plaza Mayor, en una fría tarde de noviembre castellano.

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