Crear hoy implica elegir

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Crear hoy implica elegir
El autor esJuan González-Posada
Juan González-Posada
Lectura estimada: 5 min.

Crear hoy implica elegir.

Elegir entre adaptarse o proponer, entre agradar o posiblemente incomodar, entre la inmediatez y la profundidad. En un entorno de precariedad estructural y exposición constante, dedicarse a la creación cultural no es solo una tarea artística: es también una responsabilidad ética, política y social. Frente a un mercado que premia la velocidad, la confirmación y la superficie, el creador contemporáneo debe decidir cómo sostener una búsqueda rigurosa sin quedar atrapado en el automatismo de la validación instantánea.

La cultura digital ha ampliado el acceso y la visibilidad, pero ha instalado también una lógica de producción incesante y recompensa fugaz. El riesgo se diluye en la saturación, y el valor tiende a medirse por métricas. Crear, en ese contexto, exige lucidez: preservar el tiempo lento, el pensamiento concentrado, el trabajo sin atajos. Defender espacios de atención y profundidad que resisten la simplificación y desbordan la lógica de la viralidad.

Muchos creadores han dejado de experimentar, de incomodar, de explorar. No por falta de talento, sino por una mezcla de urgencia y cálculo: la urgencia de sostenerse y el cálculo de no quedar fuera. La consecuencia es una creación acomodada a los gustos del público, a las modas curatoriales, a las líneas de subvención más previsibles. Como advirtió Theodor W. Adorno, "el arte que se adapta a las expectativas sociales no es arte, sino propaganda".

Crear es asumir una posición en el mundo. Y con esa posición viene el deber de sostener una ética del trabajo bien hecho, del juicio informado, del compromiso con una herencia cultural que no es propiedad privada, sino legado compartido. No basta con resistir: hay que proponerse ser excelentes. Eso implica ambición en la creación, rigor en la formación, amplitud de miras. Leer, ver, escuchar con disciplina y sin fronteras. Comprender que la profesionalización no es solo mercantilización, sino también responsabilidad con el propio oficio. Y que la excelencia no se mide por el aplauso inmediato, sino por la capacidad de abrir horizontes de sensibilidad y pensamiento.

Ser creador hoy exige una voluntad clara de alejarse de los lobbies que alimentan la banalización de la vida cultural. Significa no plegarse al mercado ni a sus formas sutiles de control: la validación social rápida, el éxito como número, la lógica del trending. Requiere una forma de resistencia lúcida, sin caer en la nostalgia ni en la ingenuidad.

Como escribió Byung-Chul Han, vivimos en una sociedad donde la presión por el rendimiento sustituye al impulso por el sentido. En este marco, la creación artística puede ser una forma de resistencia al vaciamiento de lo común. Pero para que no se convierta en un gesto romántico e inútil, necesita estructuras de sostenimiento. Necesita instituciones comprometidas no con la visibilidad, sino con el pensamiento. Públicos que acepten no ser clientes. Y creadores formados, no solo talentosos; capaces de leer el mundo, no solo de exponer su singularidad.

Necesitan entornos públicos que protejan el tiempo, la dificultad, la duda. Necesitan instituciones que no programen según algoritmos o relaciones sociales, sino según criterios. Políticas culturales que reconozcan el riesgo, que valoren los procesos, que no confundan participación con complacencia ni calidad con popularidad. Y necesitan públicos que no se limiten a consumir, sino que se impliquen, que lean, que aprendan, que exijan. La responsabilidad es compartida. Las administraciones deben dejar de financiar lo visible y empezar a acompañar lo valioso. Eso implica apoyar procesos largos, sostener trayectorias, defender lo que aún no ha encontrado forma. Y acompañar al creador. Existen programas europeos como Creative Europe, redes como IETM, IN SITU, On the Move o EDN, que promueven la cooperación internacional, la movilidad de artistas y el desarrollo estructural de proyectos a largo plazo. Conocerlos y utilizarlos, por parte de los creadores, pero también de los gestores públicos, debería ser una obligación profesional y una oportunidad estratégica. Porque el aislamiento cultural no es resistencia: es empobrecimiento.

Financiar con estabilidad, ofrecer formación continua, proteger espacios de ensayo y programación valiente, fomentar públicos activos y construir políticas culturales vinculadas a la educación y al pensamiento crítico son algunas de las condiciones que permitirían sostener una creación que no se rinda al entretenimiento complaciente. Pactos culturales locales, redes de cooperación internacional, observatorios públicos de programación, mediación y acompañamiento profesional: todo ello debe dejar de ser excepción para convertirse en norma. La calidad no puede depender del azar ni de la heroicidad. Debe ser una responsabilidad compartida.

Pero para que este riesgo no sea un gesto heroico aislado, también los creadores deben mirarse con radical honestidad. Comprometerse con su formación, con la exigencia técnica, ética y estética. No basta con la inspiración: hace falta conocimiento, humildad y rigor. Y urge establecer pactos culturales locales que aseguren financiación estable, formación continua, acompañamiento a largo plazo y criterios públicos de programación basados en la calidad, la diversidad y el pensamiento crítico. Pactos que conecten creación contemporánea y ciudadanía, que vinculen cultura y educación, que reconozcan la complejidad como valor y no como obstáculo.

En ciudades como Ámsterdam, el teatro Frascati apoya a creadores jóvenes con proyectos que exploran temas contemporáneos y experimentales; en Lisboa, el colectivo de artistas Teatro Praga desarrolla lenguajes escénicos innovadores que desafían convenciones habituales; y en Berlín, el Hebbel am Ufer (HAU) es un espacio destacado para las artes escénicas que reflexionan sobre transformaciones sociales. Artistas como W.G. Sebald, Béla Tarr o György Ligeti ejemplifican una creación rigurosa y profunda, mientras Robert Wilson, Anne Teresa de Keersmaeker y Hans Haacke elaboran poéticas precisas y meditativas que priorizan la reflexión sobre la superficialidad.

No se trata de sacralizar al creador ni de pedir heroísmos. Se trata de reconocer su lugar en la arquitectura democrática: como trabajador cultural, como intérprete lúcido de su época, como generador de preguntas allí donde todo parece cerrado. En un mundo saturado de ruido, los creadores que arriesgan, que estudian, que piensan, que rehúyen la consigna y no se pliegan al mercado, son tan necesarios como los buenos maestros, los periodistas responsables o los científicos honestos.

Porque una sociedad sin grandes creadores no es solo una sociedad sin arte: es una sociedad sin imaginación para pensarse, para criticarse, para transformarse. Y ninguna democracia puede permitirse eso. Como escribió George Steiner, "donde desaparece la experiencia estética, se atrofia la conciencia moral". Y sin conciencia moral, lo que queda no es libertad, sino ruido.

Y no hay ciudadanía madura sin creadores exigentes. No hay vida pública rica sin voces incómodas, lentas, arriesgadas. Por eso, defender a los creadores que no se rinden a la banalidad, no es un lujo: es una necesidad democrática.

 

1 comentario

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usuario anonimo 6/4/2025 - 5:03:16 PM
Este texto es la cumbre del narcisismo performativo: un sermón grandilocuente escrito por alguien que jamás practicó la ética que ahora predica. Habla de rigor, honestidad y compromiso con lo público quien durante años blindó su círculo con favoritismos, exclusión y arrogancia. Se erige como defensor de los creadores mientras actuó como filtro autoritario de lo que merecía apoyo. Es un manifiesto de virtud que su autor jamás encarnó. Mucho discurso sobre "resistir al mercado", pero cero autocrítica sobre su propio uso del poder. Pura pose, sin credibilidad. Pestilente de hipocresía.
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