De mal gusto

De mal gusto

Por Miguel Ángel Fernández.

La nariz de Isabel Preysler y el desmoronamiento colectivo del bisturí


Hay algo casi poético en que Isabel Preysler, la eterna reina del refinamiento y el lifting perfecto, haya dedicado un capítulo entero de su libro a hablar de su nariz. No de su perfume, ni de sus looks de porcelana, sino de su nariz: ese símbolo de armonía facial que, según confiesa, un día se le desmoronó del todo tras una intervención. Y no, no es una metáfora.

La escena tiene algo de tragedia estética contemporánea: la musa del bisturí reconociendo que la perfección también colapsa. Que la piel tirante no siempre sostiene el peso del ideal. Y que hasta la Preysler, esa mujer que parecía inmune al paso del tiempo, ha tenido que mirar su reflejo y decir: "¿Qué he hecho?".

Porque lo cierto es que nos hemos vuelto todos un poco locos. Vivimos en la era de los filtros de Instagram, del ácido hialurónico exprés y del pómulo de influencer. Ya no se trata de envejecer bien, sino de no envejecer en absoluto, de borrar cualquier traza de vida como si la experiencia fuera una arruga que conviene disimular.

Las clínicas estéticas proliferan más rápido que los Zara en los noventa. Las narices se replican, los labios se inflan como si hubiera un molde universal de belleza al que todos debemos someternos. Lo inquietante no es ya el bisturí en sí, que tiene su legítimo lugar, sino la pérdida de criterio, esa fiebre por retocar lo que ni siquiera está roto.

El caso Preysler debería hacernos reflexionar. No para demonizar las operaciones, porque cada cual hace con su cuerpo lo que le da la gana, sino para entender por qué lo hacemos. ¿De verdad queremos sentirnos mejor o simplemente no queremos sentirnos diferentes?.

La belleza, la de verdad, siempre tuvo algo de singularidad, de asimetría, de carácter. Pero ahora parece que el objetivo es borrar cualquier rasgo que nos distinga. Ironías de la era de la autoexpresión: todos terminamos con la misma cara.

Quizá lo más valiente hoy no sea someterse a la enésima rinoplastia, sino aceptar que la perfección es aburrida, que las arrugas cuentan historias, y que incluso Isabel Preysler, la perfección personificada, tuvo que enfrentarse al colapso literal de su nariz.

Y ahí está la lección: la belleza no está en no romperse, sino en saber reconstruirse sin perderse.